(Publicado en El Queixal nº49, en catalán)
Si observamos el anuncio de la última campaña de TMB, veremos un grupo de gente propulsada por globos, zancos saltadores, camas elásticas y otros artilugios. El espacio en que se mueven es construido a partir de fragmentos que van confeccionando un todo un tanto abstracto en forma de ciudad. Si bien se puede deducir por algún motivo que se trata de Barcelona, la imagen resalta los espacios menos genuinos y, sobre todo, los más característicos de lo que conoceríamos como ‘ciudad global’. Se recrea en imágenes de Diagonal Mar, la ciudad de
Este ejemplo concreto es sintomático y acarrea tras de él todo un proceso socioeconómico. El nuevo barrio de Diagonal Mar, construido donde se ubicaba el popular barrio de
El término “no lugar”, acuñado por el antropólogo francés Marc Augé, hace referencia a los espacios que no pueden ser definidos “ni como espacios de identidad ni como relacionales ni como históricos”[1]. Son aquellos lugares propios de esta época, en que se prima la velocidad, la superproducción y lo efímero. Entre ellos, Augé cita las vías de comunicación, los medios de transporte mismos, los supermercados o, incluso, también los campos de refugiados. Los nuevos barrios en constante transformación son también no lugares, pues no tienen una relación ni de identidad ni histórica con el terreno sobre el que se asientan. La ciudad global tiende a convertirse en un no lugar en sí misma, al tratar de desprenderse de su fricción con lo local con tal de poder llegar a formar parte de la sociedad-red propia del capitalismo tardío, en que las comunicaciones y la producción de información son el principal motor económico. Se trata, pues, de homogeneizar una nueva producción de espacios para minimizar el coste de desplazamiento, sin que lo local pueda estorbar en las vertiginosas transacciones internacionales.
Barcelona trata de erigirse como una ciudad global. La proliferación de estos nuevos barrios es el síntoma del cambio que se está dando. Sin embargo, este proceso debe calibrar esta desposesión de lo local con la promoción de los rasgos identitarios que aún se conservan, cosificados y vendidos ahora como postal, homogeneizando su consumo turístico. Los monumentos históricos acaban cayendo así en meras etapas de un tour prediseñado. El mayor problema es que, pese a que la elite global opere en este terreno ciberespacial, la vida se sigue viviendo en lo local. Como señala Zygmunt Bauman, “las ciudades se han convertido en el vertedero de problemas engendrados y gestados globalmente”[2]. Barcelona es un claro ejemplo de ello: mientras se convierte orgullosamente en una ciudad global internacionalmente reconocida, sus habitantes son ninguneados y habitan en un espacio reacio a sus intereses y bienestar, en donde es difícil el reencuentro identitario, pagando muy caro el precio por ser una ciudad de postal.