viernes, octubre 16, 2009

La mercantilización de la identidad sexual

(Publicado en El Queixal nº50, en catalán)


La división que se vivió en la última conmemoración del día del orgullo LGTB en Barcelona abre la puerta a una diferencia en los métodos de reivindicación que conviene analizar: la lucha por la normalización de las diferentes opciones sexuales vía movimientos sociales o vía mercantilización. En los últimos años, la normalización y expansión de las relaciones homosexuales ha sido una realidad, ha habido un avance más que notable que ha permitido una mejora sustancial de la vida de este colectivo históricamente tan marginado. Sin embargo, cabe apuntar que también ha sido víctima de otro proceso propio de la actual sociedad tardocapitalista, la fagotización de todo elemento alternativo para incorporarlo a su propio discurso, es decir, al consumo.


La mercantilización de la identidad sexual es un proceso que alcanza más allá de las opciones sexuales. Sentirse mujer es en el discurso hegemónico de hoy en día mitigar el desasosiego a base de objetos de consumo, salir de compras para reforzar una identidad que nunca se saciará, pues es imposible de fijar, ya que como señala Slavoj Žižek, “el objeto que funciona como causa del deseo debe ser por sí mismo una metonimia de la carencia”[1]. A la vez que amaga el malestar latente de una identidad nunca obtenida, demanda y potencia el perpetuum mobile del consumismo. De la misma manera, la normalización entre sexos se basa en la misma cosificación en que se fundamentó (y se fundamenta) la cultura falocrática. Los cuerpos masculinos son ahora convertidos en meros objetos, pasan a llenar los estantes del consumo, en donde el deseo sexual deviene acicate del anhelo que impulsa la publicidad. Son la pura reificación de la reducción de los cuerpos a objetos; si antes eran mujeres desnudas las que ocupaban los calendarios que vergonzosamente colgaban los mecánicos y tantos otros seres machistas, son ahora mujeres a las que falsamente se les vende un sentido de liberación las que se estremecen con una imagen que las introduce más si cabe en el discurso hegemónico al que se enfrentan. Por no hablar de la última (posiblemente ya no última) identidad sexual creada explícitamente desde la esfera del consumo: los metrosexuales. Parándose un poco a pensar, es fácil darse cuenta de que no responde realmente a una opción sexual, sino simple y llanamente a unas pautas de consumo. Se trata de conferir unos comportamientos a la hora de consumir que no se destinaban a los hombres, como comprarse cremas, utilizar más productos cosméticos de los habituales, con tal de crear un nuevo segmento de consumo en el que potenciar el gasto en productos destinados especialmente a ellos.


Esto es lo que también ha pasado con el sector homosexual. En vez de entenderse como una opción sexual tan normal y respetable como cualquier otra, se le ha intentado conferir unas pautas de consumo para segmentarlos e instituir un nuevo mercado. Se aprovecha (a la par que se persuade de ello) de que se trata de familias habitualmente sin hijos a los que se les suma por lo general, y de manera pretendidamente ideológica, su condición de profesión liberal, por lo que se dirige y se concreta en segmentos muy atractivos para el consumo. Los medios de comunicación señalan, sin ningún tipo de reflexión previa ni de pudor, que el sector homosexual gasta un 30% más que los heterosexuales. Es a partir de aquí, no nos engañemos, que los poderes públicos se han interesado realmente por la situación, trasladándolo al campo social y jurídico. No ha sido por un movimiento social que ha provocado con su fuerza un cambio dentro de los derechos y éste es, posiblemente, el problema. Como señala Naomi Klein en su genial No Logo, “las identidades sexuales y raciales extremas por las que luchábamos fueron reemplazadas por estrategias de contenido de marca y de marketing sectorial. Si lo que queríamos era diversidad, parecían decir las marcas, eso era exactamente lo que pretendían darnos”[2].


La fiesta Pride que se vivió el pasado 29 de junio en Barcelona estaba convocada tanto por los diferentes departamentos públicos de la Generalitat, la Diputació de Barcelona y el Ajuntament, como por la PIMEC, la patronal catalana de la mediana y pequeña empresa, así como por otros patrocinadores privados. Supieron ver que detrás de esta reivindicación o, más bien, del componente lúdico que ésta tenía, se podía organizar un interesante negocio, a la par que una buena imagen publicitaria de modernidad y tolerancia, tan ansiada por la política catalana. Entre las numerosas ofertas, se encuentra una que es, a mi consideración, de las más peligrosas: el llamado turismo gay. Si bien una cosa es ser una ciudad en la que los homosexuales puedan sentirse a gusto y ser completamente respetados, como Barcelona tiene a bien convertirse, otra muy diferente es crear una segmentación que oferte otro tipo de espacio, dividido y apartado del resto de la población, con la consiguiente formación de guetos.


Conviene, en todo caso, pensar de una manera dialéctica los avances y retrocesos que provoca esta mercantilización. Hay adelantos obvios que ya se han apuntado, como la presión que han conseguido en el mundo político y social a partir de la potencialidad de mercado que tenían. Así, se ha conseguido tanto la legalización de los matrimonios homosexuales en nuestro país, como una mayor normalización de estas relaciones en las calles. Por el otro lado, sin embargo, se debe pensar que la mercantilización a la que se ven abocadas estas identidades les confiere un estado de cosificación, a la vez que de inestabilidad, que las hace estar sujetas a los intereses del mercado. Dicha volatibilidad es también generadora de incertidumbre, de la misma manera y en un estado paralelo que su mercantilización las reduce a las condiciones inherentes del comercio: transformación de las relaciones a transacciones de cambio, erradicación del compromiso en pos de la instantaneidad y el cortoplacismo, supeditación a las modas, etc. Estas características son propias de cualquier identidad sexual que se ve sometida a un condicionamiento mercantil, en el que el acento en la conversión de esa identidad en objeto de consumo la hace estar sujeta a estos intereses y no a los propios de la reivindicación de los derechos de la persona. Es por esto, que la lucha hacia la normalización sexual debería retomarse hacia la vía de la movilización ciudadana y no en las manos del mercado, que, como hemos visto, crea guetos en tanto segmentos de consumo.





[1] ŽIŽEK, Slavoj. The plague of fantasies. Verso. Londres, 1997. Pág. 81.

[2] KLEIN, Naomi. No Logo. El poder de las marcas. Paidós. Barcelona, 2005. Pág. 145.