Podríamos decir que el film sueco Let the Right One In es una película de vampiros y acertar. Pero también que es una película romántica de amor preadolescente o un drama sobre la incomunicación y, de la misma manera, acertaríamos. Se podría, por tanto, aceptar la película como una hibridación de géneros, tan en boga en el cine contemporáneo, pero nos quedaríamos muy cortos en el alcance de esta verdadera maravilla de cinta. Lo que hace tan notable a esta película es su maestría a la hora de beber (acarreando el símil iniciático vampírico) del propio imaginario sobre el género de vampiros para sacarlo de los clichés y tópicos que lo encasillan y rebajarlo, para producir de esta forma la ascensión, de y hacia las necesidades básicas de socialización. En un momento de la película, Oskar, el protagonista, un niño rubio de doce años que padece bulling escolar y con serios problemas de socialización, le acusa a Eli, la vecina vampiresa de doce años más o menos (literalmente), de matar a gente. A lo que ella le responde: “Yo lo hago por necesidad. Pero tú si pudieras, ¿no matarías también a algunos?” Se produce por tanto una igualación extremadamente interesante, que es capaz de unir a niño y vampiresa. En un ambiente tan hostil como la Suecia continuamente nevada y oscura, en el transcurso de 1982, los dos protagonistas sufren una carencia afectiva enorme, entre el niño con padres separados y casi autista y la vampiresa que, por su condición, no puede socializarse con facilidad. La violencia, en cambio, los une a los dos. Al primero le fascina, aunque también le asusta. Para la segunda, es pura necesidad.
Aquí entra el juego el personaje del padre de Eli (¿padre, antiguo amante, simple persona al servicio de las necesidades de la vampiresa?), que ejerce el papel de asesino en serie, similar al de Javier Bardem en No Country For Old Men, pero de quien sabemos su objetivo. Siembra el terror en la comunidad al producirse continuos asesinatos que arrastran consigo cadáveres colgados por los pies y vaciados de sangre. Personaje con cierta ambivalencia, de quien no sabemos su origen y procedencia ni su condición, pero que es quien vela por la supervivencia de Eli, la vampiresa. Lo podríamos definir, por tanto, por su destino necesariamente predefinido como homo sacer. Es decir, como mártir estéril en su empresa mesiánica. Lugar que terminará ocupando Oskar, de quien podríamos esperar un mismo final, pero del que por suerte se nos acaba mostrando con un cierto halo de esperanza.
El personaje más atractivo acaba siendo, sin embargo, el de la propia Eli. Y dentro de esta atracción entra el propio acto de sus asesinatos. Presentados de una forma cuasi animalesca, lo que se hace patente en su rostro, su forma de ataque y de mordedura son realmente fascinantes, solamente comparable en su condición motora al conejo asesino de Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python, aunque exento de su carácter cómico, que no irónico. Pese a lo que se puede calificar como actos tremendamente horribles, la naturaleza de la vampiresa se muestra, por fuerza, como humana, de la que emana una enorme necesidad de amor, que es la que le da un giro tan sugerente a esta película.
Podríamos definir la última parte de la película, ya sin tapujos, como una historia de amor entre los dos personajes preadolescentes. Porque toda la última media hora se basa directamente en esta extraña relación. Pero lo que nos obliga a preguntarnos este tratamiento es hasta qué punto es posible hablar de amor cuando detrás hay un reguero tan amplio de sangre. La dirección que toma es, por tanto, imposible. Y esto es lo más interesante de la cinta: esta historia de amor es tan preciosa por su condición de imposibilidad, porque el romanticismo se conforma de una base de soledad y muerte. Y como punto culminante, ya en lo que podríamos definir como epílogo, un momento de distanciamiento irónico que yo creo totalmente maravilloso, en un rescate épico y romántico, rodado con una elegancia y frialdad fuera de norma, manteniendo la ironía necesaria que merece una secuencia de este calado.
Al film le acompaña una factura sumamente cuidada. Una puesta en escena elegante y sobria. Y en lo más destacable, una dirección artística milimétricamente pensada. Si nos fijamos en cada detalle, veremos cómo están distribuidos los colores: el blanco como predominante, un azul claro apagado en los elementos que rodean a Oskar y como segundo color de su vestuario y tonos marrones en sus principales vestimentas. El negro es más común en Eli, que se mezcla en el mundo cromático del protagonista rubio. Forman así todo un ambiente frío, un tanto decadente, y que manifiestan la hostilidad del espacio que les acoge. Por otra parte, la presencia de unos efectos especiales muy sutiles y sobrios, nada efectistas, ayudan a la factura tan soberbia que acaba por conformar esta cinta de vampiros. Un trabajo, por tanto, excelente del director sueco Tomas Alfredson, así como del guionista, John Ajvide Lindqvist, que adaptaba su propia novela, y de todo el equipo. Una película que, como comentó el director en su presentación en Sitges, “ha costado mucho esfuerzo, mucho pensamiento y mucho amor”.